UNIV
X Congreso de Universitarios del País Vasco
Josep María
Berenguer i Pérez, Carlos Hernández Iglesias, Francisco Javier González
Varela, Diego Rodríguez Feijoo, Oscar Ernesto Villalobos Nuila, Alain Gil Del
Val, Sergio Granados Mateo
2º de
Ingenieros. Escuela de Ingenieros. Universidad de Navarra. San Sebastián
Vivimos en un mundo globalizado. Si, pero ¿qué significa globalizado? ¿Significará tal vez que los intercambios económicos ignoran ya todas las fronteras para realizarse a escala mundial? Sin duda era así en un principio; hoy, en cambio, globalización es un término un tanto confuso ya que puede referirse tanto a la cultura como a la sociedad o al mundo de la empresa[1]. En cualquier caso, la idea transmitida es clara: las diferencias que antes existían en estos campos están desapareciendo. Un ejemplo de esto es el lenguaje que empleamos nosotros, los jóvenes: todos sabemos lo que es un chat, un e-mail, o un play-off. Hace 70 años era impensable que un gallego de unos 17 años conociese la jerga que utilizaba un catalán de su edad.
Como puede observarse en el ejemplo arriba mencionado, parece que las diversas culturas evolucionan hacia un mestizaje universal. Y decimos “parece”, porque en realidad es la llamada “cultura occidental” la que diluye a las demás, que desaparecen en ella del mismo modo que la sal se disuelve en el agua. El idioma de la red es el inglés, los mass media se rigen por un formato común, incluso la moda sigue los patrones marcados en occidente y los mismos estilos musicales o cinematográficos pueden hallarse en Europa, Estados Unidos, Iberoamérica o Japón.
Al llegar aquí, surgen varias preguntas. ¿Qué le queda de su propia identidad al individuo medio que nada en un mundo globalizado? Es más, ¿a qué le estamos llamando identidad?
El nacionalismo sitúa a la persona por su pertenencia a un pueblo. Esta pertenencia supone la existencia de diferencias culturales, de mentalidad y de carácter, que la distinguen de otros individuos que no están incluidos en su mismo grupo; asumir estas peculiaridades conduce a la valoración positiva de la tradición y a apoyarse en ella para entender el mundo y la sociedad; esto es, defender el nexo que une el pasado (raíces) con el presente (nuevas generaciones).
La opción nacionalista propone una respuesta a esas preguntas que la globalización genera y deja sin contestación: ¿Quién soy? ¿Por qué cosas vale la pena que luche? ¿Cuáles, de entre todas las noticias que recibo, me afectan realmente? Ofrece al individuo desorientado y perdido en esa “mezcla cultural” una perspectiva desde la que abordar los dilemas del mundo posmoderno. El desarrollo y auge de los nacionalismos puede explicarse, en parte, por el contacto y oposición de las diferentes maneras de abordar la vida; una mentalidad nacionalista no surge en una situación de aislamiento, en la que no se conocen otras costumbres y conocimientos diferentes a los propios. Sólo cuando se entra en contacto con un modo de pensar distinto surge la reivindicación de lo autóctono; en este sentido, un gallego del siglo XII no tendría necesidad ni posibilidad alguna de ser “nacionalista” –aunque es importante señalar que el concepto de “nación” no existía entonces[2]- ya que los intercambios culturales con el exterior carecían del volumen, la frecuencia y el contraste necesarios para interferir las tradiciones locales.
Sin embargo, a partir del siglo XIX, la situación cambia radicalmente. En conexión con las corrientes románticas, la revalorización de lo propio cobra un nuevo sentido, frente a la consolidación de los estados modernos; es entonces cuando los nacionalismos europeos adoptan la forma con la que hoy los conocemos. En la actualidad puede hablarse de un auge de estas ideologías, coincidiendo precisamente con el máximo desarrollo de las telecomunicaciones, del comercio y de la cultura a gran escala, que, por su naturaleza, deberían contribuir a una uniformización de las tendencias. El nacionalismo halla en la mezcla confusa de ideas y comportamientos un medio muy favorable para su nacimiento y acentuación. Sucede así que, hoy en día, adquieren un creciente vigor los “modos de vida tradicionales”: se recuperan, descubren o fomentan los idiomas autóctonos y las tradiciones populares (fiestas, deportes, música, gastronomía…), muchas veces como símbolos que recuerdan la originalidad propia de cada pueblo.
Llegados a este punto, observamos la dificultad de descubrir qué es lo que realmente se esconde detrás de esos “símbolos”. ¿Qué significa realmente ser vasco, catalán o salvadoreño? ¿Basta el lugar de nacimiento para justificar la pertenencia a un pueblo concreto? La partida de nacimiento o el Pasaporte no bastan para vincular de modo irreversible a una persona a un país. Parece más bien que lo que determina la elección es la identificación con el carácter y la cultura del lugar. Pero, ¿a qué estamos llamando carácter o cultura? ¿Bastará con que un gaditano lea a Josep Pla o a Jacinto Verdaguer para que pueda considerarse catalán? Y al revés: ¿deja un lugués de ser gallego por no sentirse identificado con la muiñeira? ¿Qué es lo que nos identifica y lo que no? ¿Dónde está el límite?
Existe otro problema, que surge de la extrapolación de las ideas nacionalistas: el nacionalismo exacerbado. Se llega a este extremo cuando se da el salto de la defensa de lo propio al desprecio de lo ajeno, es una postura totalmente opuesta al fenómeno de la globalización: lo extraño se ve como una amenaza y es rechazado sistemáticamente por entrañar un hipotético riesgo para la conservación del patrimonio heredado. Así se vuelve la espalda al aporte cultural exterior, impidiendo el enriquecimiento y evolución de esa tradición que se intenta proteger por temor a su deterioro; se resaltan las diferencias y se ignoran o disimulan los puntos de convergencia con otros pueblos, olvidando que también éstos forman parte de la cultura que se intenta defender.
Podríamos afirmar entonces la ambivalencia del nacionalismo como postura a adoptar ante el fenómeno de globalización. Por un lado, puede arrojar luz sobre las cuestiones fundamentales que inquietan a la persona de hoy; por otra parte, observamos los problemas que se producen al tomarlo como norma básica de organización social..
Como se ha visto, el nacionalismo es una guía dentro del mundo global que debe ser valorada y utilizada con respeto. La opción por él no es, ni mucho menos, la única posible, y queda en el ámbito de la persona libre decidirse o no por ella; el hecho de que alguien haya nacido en San Sebastián o Vigo no le obliga necesariamente, ni debe hacerlo, a compartir los ideales nacionalistas. Además, en ningún caso se deben anteponer los derechos de los pueblos a los de la persona: el que defiende unas ideas nacionalistas debe tener en cuenta que está moralmente obligado con toda la Humanidad, no sólo con aquellos que forman parte de su pueblo.
Es especialmente atractiva la imagen de un equilibrio entre mentalidad nacionalista y cultura universal[3]. Tomando como centro de la sociedad a la persona humana, eje alrededor del cual deben estructurarse las relaciones entre individuos, vemos que ambas posturas aportan elementos insustituibles a la comunicación entre personas y, del mismo modo que identidad y convivencia no son términos opuestos, así la tradición y herencia de cada persona no deben constituirse en obstáculos para sus relaciones con los demás. La globalización aportaría a estas relaciones una mayor amplitud: la cantidad y diversidad de personas con las que es posible poner ideas en común es hoy mayor que nunca. De modo complementario, el nacionalismo aportaría originalidad a esas ideas, salvándolas del naufragio en el océano de la uniformidad; el carácter y el estilo de los distintos pueblos seguirían vivos y, al ser puestos en común, beneficiarían al mismo tiempo a las personas que los han heredado y a aquellos que tienen la oportunidad de descubrirlos por primera vez.
· Nussbaum, M. y otros, Los límites del patriotismo, Paidós, Barcelona 1999.
· Beck, Ulrich, ¿Qué es la globalización? Paidós, Barcelona 1998.
· Murillo, J. I., «Identidad cultural y unidad política», Actas del V Congreso de Cultura europea, Aranzadi, Pamplona 2000.
· Gellner. E., Naciones y nacionalismo, Alianza Universidad, Madrid 1998.
Choza, J., «La cultura como medio y como obstáculo para la comunicación», en La realización del hombre en la cultura, Rialp, Madrid 1990.[1] Una posible definición es la que aporta Ulrich Beck, profesor de Sociología en Munich: “Globalización es la existencia de una sociedad mundial sin Estado y sin gobierno mundial” distinguiéndola claramente de lo que él llama “globalismo”, es decir, la reducción del fenómeno global a sus aspectos económicos.
[2] Cfr. Murillo, J. I., «Identidad cultural y unidad política», Actas del V Congreso de Cultura europea, Aranzadi, Pamplona 2000.
[3] Cfr. Nussbaum y otros, Los límites del patriotismo, Paidós, Barcelona 1999.